Las crónicas de Tanh Alda N'rur
Volumen dos: Los días rojos
Libro primero: Semilla
Capítulo segundo: Las hadas nacen en cajas de zapatos
Dalina jugaba con sus mellizas, Saléi y Ruah, de ocho años de edad, en las ruinas del mercado. Corría tras ellas, gruñendo como bestia salvaje:
--Tengo hambre –decía--, mucha hambre, y se me antojaron sus tripitas tiernas.
Y las niñas huían, soltando grititos de terror. Corrían esquivando los árboles, respirando el aire puro, balanceando los brazos, imitando el vuelo de las aves.
De repente, las pequeñas se detuvieron. Impasibles, miraban hacia el suelo (un suelo que mil años antes era de concreto; pero que el tiempo fue cubriendo de tierra, permitiendo así el reverdecimiento de las ruinas). Respiraban al mismo tiempo, al mismo ritmo. Aunque las mellizas tenían el mismo tono de piel (rosa pálido) y se parecían bastante, poseían características que las diferenciaban de otras niñas; Ruah tenía sus ojos de color miel, y un párpado ligeramente caído, el cual ocultaba con un mechón de su cabello negro y rizado. Saléi, por su parte, tenía los ojos rasgados y de pupilas azules, y el cabello de un extraño color dorado, uniforme desde la raíz a la punta.
Dalina las miraba. Era una mujer joven, de apenas veinticuatro años de edad, y tenía la responsabilidad entera sobre sus hijas, luego de más de un año de que su marido partiera sin volver a dar noticia. Se detuvo un instante; se le hizo extraño que sus hijas dejaran de correr, y sobre todo, que dejaran de gritar. Sintió una profunda ansiedad por saber qué miraban y caminó hacia ellas.
El viento se filtraba entre las ramas altas de los árboles, produciendo un sonido único:
--Ronronean –dijo Dalina--, los árboles ronronean.
Las mellizas no la escucharon. Seguían mirando el mismo punto:
--Qué lindo brilla –dijo Ruah.
--Qué lindo canta –dijo Saléi.
Su madre llegó hasta ellas, mirando hacia lo alto, como si quisiera encontrar gatos anidando en los árboles. Se hincó y abrazó a las chicas. Se notaba conmovida por el sonido, y por las palabras de sus hijas. Vio una caja de madera roída. La reconoció:
--Es de Cadán, el viejo zapatero –dijo--. A lo mejor hay un par de sandalias ahí.
Alargó el brazo hacia la caja. Ruah quiso detenerla:
--Déjala, mira qué bonito brilla.
Entonces Dalina observó: de entre los orificios escapaba una especie de polvo brillante, que alcanzaba a elevarse unos centímetros con el viento, y luego desaparecía.
--Canta como grillito –dijo Saléi.
La mujer tomó la cajita, del tamaño de una sandía, y le quitó la tapa.
Y pudieron verla, ahí estaba ella, aún sin alas, acurrucada, estirando lentamente sus brazos y piernas, como si acabara de despertar. Pudieron ver sus orejas ligeramente alargadas y afiladas, sus ojos de verde jade, y sus labios, delgadísimos, que se movían y dejaban escapar la melodía encantadora:
--¿Es ella la que canta? –preguntó Ruah.
--Sí –contestó su madre, con los ojos a punto del llanto-. Es ella.
--Pero está prohibido cantar –dijo Saléi.
Dalina tapó la caja. La envolvió con su túnica y se levantó:
--Volvamos a casa antes de que oscurezca.
Era el tiempo del fin de los tiempos, cuando La Muerte dirigía los Doce Ejércitos del Infierno, cuando los reinos del norte se rendían ante los alados rojos, cuando no había héroes ni guerreros entre los hombres. Y Dalina lloraba; los más viejos predicaban el fin del mundo conocido, pero ella sabía que tenía una nueva esperanza en aquella caja:
--La llamaremos Dreia –dijo.
--¿Y eso qué significa? –preguntó Ruah.
Dalina miró a sus hijas, de forma diferente a como las había mirado desde su nacimiento:
--En la lengua antigua –dijo-, Dreia significa Vida.
Y se fueron caminando, entre risas tenues, de vuelta a casa.
NOTA
Año cuatrocientos veinte de la edad primera de los hijos de tigre:
Hay un caballo amarillo que lanza fuego por sus ollares; el que lo monta usa una armadura de plata y le llaman La Muerte.
Y el Infierno entero le sigue siempre.
No hay héroes ni guerreros entre los hombres; reyes y príncipes se arrodillan ante El Implacable.
Son los días rojos.
Y dos niñas, protegidas por su joven madre, tienen en sus manos la última esperanza de la humanidad.
Hay un caballo amarillo que lanza fuego por sus ollares; el que lo monta usa una armadura de plata y le llaman La Muerte.
Y el Infierno entero le sigue siempre.
No hay héroes ni guerreros entre los hombres; reyes y príncipes se arrodillan ante El Implacable.
Son los días rojos.
Y dos niñas, protegidas por su joven madre, tienen en sus manos la última esperanza de la humanidad.